RESUMEN ACERCA DE LA LECTURA UN DÍA DE ÉSTOS

 

RESUMEN ACERCA DE LA LECTURA UN DÍA DE ÉSTOS

 

Trata de un señor llamado Don Aurelio Escovar, dentista sin

título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera

una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre

la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una

exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón

dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con

una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.

 

una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el

dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela

dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

—Tiene que ser sin anestesia —dijo.

—¿Por qué?

—Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

—Está bien —dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la

mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con

unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del

zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el

alcalde no lo perdió de vista.

Era un cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo

caliente. El alcalde se agarró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies

y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió

la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:

—Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de

lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través

de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura

de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante,

se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El

dentista le dio un trapo limpio.

—Séquese las lágrimas —dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio

el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos

muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese —dijo— y haga buches

de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar,

y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

—Me pasa la cuenta —dijo.

—¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:

—Es la misma vaina.

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