RESUMEN ACERCA DE LA LECTURA EL CÍRCULO

 

RESUMEN ACERCA DE LA LECTURA EL CÍRCULO

La calle estaba oscura y fría. Un aire viejo, difícil de respirar y como endurecido en su quietud, lo golpeó en la cara. Sus pasos resonaron en la noche estancada del pasaje. Vicente se levantó el cuello del abrigo, tiritó involuntariamente. Parecía que todo el frío de la ciudad se hubiese concentrado en esa cortada angosta, de piso desigual, un frío de tumba, compacto.

 

no puede ser. ¡Tuve el tiempo escaso para dejar mi equipaje y venir volando hasta acá! ¿Cómo podías saberlo? No lo sabía nadie. Ella callaba, grave, parsimoniosa. Estaba pálida, más pálida que nunca, pensó Vicente. Lumbres de fiebre encendían sus ojos arrasados por el desconsuelo. Como él había imaginado, con lacerante lástima, cada vez que pensaba en ella.

—La soledad enseña tantas cosas —dijo—. Siéntate.

Él ya se había sentado, con el abrigo puesto.

Comenzó a removerse, inquieto, y de pronto se encontró haciendo lo que menos había querido, lo que se había prometido no hacer: enzarzado en una explicación minuciosa de su conducta, de las razones de su marcha subrepticia, disculpándose como un niño. A medida que hablaba, comprendía la inutilidad de ese mea culpa y el humillante renuncio. Mas no interrumpía su discurso, y sólo cuando advirtió que sus palabras sonaban a hueco, calló en medio de una frase, y su voz se ahogó en un tartamudeo.

Con la cabeza baja, sentía pasar el tiempo como un agua turbia.

—De modo —dijo ella, al cabo— que estuviste de viaje.

La miró Vicente, absorto, no sabiendo si se burlaba de él. ¡Cómo! ¿Iba a decirle

ahora que lo ignoraba; que en dos años no se había enterado siquiera del curso de su

existencia? ¿Qué juego era ése?

—Sí, estuve ausente algún tiempo.

Sólo después de una pausa Elvira comentó enigmática:

—Qué importa. Para mí ya no existe el tiempo.

—Precisamente —dijo él extrayendo de su bolsillo un menudo reloj con

incrustaciones de brillantes—, te he traído esto. Nos recuerda que el tiempo es una

realidad.

Consideró Elvira la joya unos instantes. Sin ajustar el broche, puso el reloj en su

muñeca.

—Muy bonito —elogió—. No sé si podré usarlo.

—¿Por qué no?

—Déjalo ahí, en la mesita.

Estalló un trueno, lejos, en las profundidades de la noche. La lluvia gemía en los

vidrios de la ventana. Un viento desasosegado arrastraba su caudal de rencor por las

calles, sobre los techos.

—Bésame —le pidió ella.

La besó largamente, estrechándola en sus brazos. El viejo amor renacía en un

nuevo imperio, y era como tocar la raíz del recuerdo, como recuperar el racimo de

días ya caídos. Refugiada en su abrazo, parecía la hija del metálico invierno, un trozo

desprendido de la noche.

 

—Tienes que irte, Vicente. —Se puso de pie.

—Volveré mañana.

—Sí.

—Vendré temprano. No nos separaremos más. Te prometo...

—No prometas nada. Estoy segura. El pacto está sellado, vete.

 

 

Vicente atraviesa calles y plazas. Hay un ser que se desplaza de él y loa ventaja, apresurado, con largas zancadas varoniles, ganoso del encuentro. Mientras otro, en él, se resiste, retardando su marcha, moroso y renuente. Él mismo va siguiendo al primero, contra su voluntad. ¿Pero sabe siquiera cuál es su voluntad? ¿Lo supo nunca? Creyó, un momento, que era el saberse libre. Ya libre, su libertad le pesaba como un inútil fardo. ¿Qué había logrado, si su pensamiento era Elvira, si su reiteración, sus vigilias se llamaban Elvira? La secreta corriente lo lleva por ese trayecto tantas veces recorrido. Vicente se deja llevar. Discurre los antiguos lugares, los saluda, ahora, a la luz del sol; entran la calleja familiar, luego de haber dejado atrás, a medio cumplir, sus afanes. Vuelve a llamar y espera el eco del campanillazo. Nada oye; el timbre, sin duda, no funciona. Toca entonces con los nudillos, en seguida más fuerte. Ninguna respuesta. Elvira ha debido salir. Retrocede hasta el centro de la calzada para mirar el frente del edificio. Observa que las celosías están corridas, los vidrios sin limpieza. Se diría una casa abandonada. ¡Qué raro era todo esto! Una vecina se había asomado. Lo examinaba desde la puerta de su casa, la escoba en la mano. Vicente soportó el escrutinio sin darse por enterado. “Bruja curiosa”, gruñó. La vieja avanzó por la acera.

—¿Busca a alguien, señor? —preguntó.

—Sí, señora —respondió de mala gana—. Busco a la señorita Elvira Evangelio.

La mujer tornó a examinarlo, acuciosa.

 

Hay una zona de la conciencia que se toca con el sueño, o con mundos

parecidos al sueño. Creía estar pisando esa zona, esa linde a la que los vapores

azules del alcohol nos aproximan. Y con la misma dificultad del ebrio o del

delirante, su espíritu luchaba por discernir la realidad.

Cuando el juez, accediendo a su demanda, abrió la casa de la muerta,

Vicente descubrió, sobre la mesita de la sala, el pequeño reloj con incrustaciones

de brillantes, en el estuche abierto.

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