Resumen acerca de la lectura La rama seca

 

Resumen acerca de la lectura la rama seca

 

Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con «Pipa”. Doña Clementina la veía desde el huertecito. Sus casas estaban pegadas launa a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abríala ventanuca tras la cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.—¿Qué haces, niña? La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.

—Juego con «Pipa» —decía.

Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego,

poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a

través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se

pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.

—¿Con quién hablas, tú?

—Con «Pipa».

Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por «Pipa». Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criaturita, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:

—Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá

echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la

niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los campos...

—Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado...

Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible,

allá arriba, fueron metiéndosela pecho adentro.

Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña. Los ojos negros de

la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi siempre embellecía su

carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió enseguida a la vista de

la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar

despacio y silenciosamente, como acostumbraba.

—No es «Pipa» —dijo—. No es «Pipa».

La madre empezó a chillar:

—¡Habráse visto la tonta! ¡Habráse visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios,

doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta que esta moza nos ha salido

retrasada...!

Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer

tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión).

—No importa, mujer —dijo, con una pálida sonrisa—. No importa.

Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como

si se tratara de una flor.

—¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habráse visto la tonta ésta...!

Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la

envolvió en un retazo de percal. Subió a ver a la niña:

—Te traigo a tu «Pipa».

La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la

tristeza subió a sus ojos oscuros.

Día a día, doña Clementina confeccionó «Pipa» tras «Pipa», sin ningún

resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.

—Oye, mujer, que no sepa yo de majaderías de ésas... ¡Ya no estamos,

a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a

ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos...

—¿Se va a morir?

—Pues claro, ¡qué remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para

pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!

En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina

sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna

curiosidad por «Pipa» y su pequeña madre.

Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana,

 

rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en

su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebrada, y el color rojo de

la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a «Pipa»

entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.

—Verdaderamente —se dijo—. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara

tan hermosa y triste tiene esta muñeca!

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