Resumen acerca de la lectura tigresa

 

Resumen acerca de la lectura La tigresa

 

Era un ser afortunado pues además poseía una cuantiosa herencia heredada de su padre. No era de sorprender, pues, que por su extraordinaria belleza y aún más por su considerable fortuna, fuera muy codiciada por los jóvenes de la localidad con aspiraciones matrimoniales. El problema era que Luisa no sólo poseía todos los defectos inherentes a las mujeres, sino que acumulaba algunos más. Para dar una idea más precisa de su carácter, habría que agregar la ligereza con que se enfurecía y hacía explosión por el motivo más insignificante y baladí. Y hasta sus mismos padres se retiraban Asus habitaciones y aparecían cuando calculaban que ya se le había pasado el malhumor. El significado de la palabra “obediencia” no existía para ella. Nunca obedeció, pero también hay que aclarar que nunca alguien se preocupó o insistió en que lo hiciera. A pesar de su mal genio, los pretendientes revoloteaban a su alrededor como las abejas sobre un plato lleno de miel. Pero ninguno, no importa qué tan necesitado se encontrará de dinero, o qué tan ansioso estuviera de compartir su cama con ella, se arriesgaba a proponerle un compromiso formal antes de pensarlo detenidamente. Sucedió que en ese mismo estado de Michoacán vivía un hombre que hacía honor al nombre de Juvencio Cosío. Tenía un buen rancho no muy lejos de la ciudad donde vivía Luisa. Él no era precisamente rico, pero sí bastante acomodado, pues sabía explotar provechosamente su rancho y sacarle pingües utilidades. Tenía unos treinta y cinco años de edad, era de constitución fuerte, estatura normal, ni bien ni mal parecido...

 

Naturalmente, Juvencio antes lo había consultado con Luisa, y como ésta tenía ya lista

su respuesta desde hacía tiempo, contestó simplemente: —Sí. ¿Por qué no?

A la semana de estar comprometidos, Juvencio platicaba una mañana con Luisa en la

tienda. La conversación giró sobre sillas de montar, y Juvencio dijo:

—Pues mira, Licha; a pesar de que tienes una talabartería, la verdad es que no sabes

mucho de esto.

—¡Desde que nací he vivido entre sillas, correas y guarniciones, y ahora me vienes a

decir tú en mi cara que yo no conozco de pieles!

—Sí, eso dije, porque ésa es mi opinión sincera —contestó Juvencio calmadamente.

 

El loro, despertando al oír aquellas palabras, se rasca el pescuezo con su patita,

camina de un lado a otro dentro de su aro y trata de reanudar su interrumpida

siesta.

—¿Conque no me obedeces? ¡Pues ya verás!

Diciendo esto desenfundó su pistola, que acostumbraba traer al cinturón.

Apuntó el perico y disparó. Juvencio colocó la pistola sobre la mesa después de

hacerla girar un rato en un dedo mientras reflexionaba. Acto seguido miró al gato,

que estaba tan profundamente dormido que ni siquiera se le oía ronronear.

—¡Gato! —gritó Juvencio—. ¡Corre a la cocina y tráeme café! ¡Muévete!

Tengo sed.

 

El caballo talló el suelo con su pezuña varias veces, esperó un rato se runamente percibiendo que sus servicios no eran solicitados en ese momento, intentó regresaren busca de sombra bajo el árbol acostumbrado. Pero Juvencio lo llamó:

—Escucha, Prieto; corre a la cocina y tráeme un jarro de café.

Al oír su nombre, el animal se detuvo alerta frente a su amo, y se quedó allí

sosegadamente.

—¿Qué te pasa? ¡Me parece que te has vuelto completamente loco! —dijo Luisa,

abandonando la hamaca, sobresaltada. En su tono de voz notabas una mezcla de

sorpresa y temor.

—¿Loco, yo? —contestó firmemente Juvencio—. ¿Por qué he de estarlo? Éste es

mi rancho y éste es mi caballo. Yo ordeno en mi rancho lo que se me antoje igual

como tú lo haces con los criados.

Luego volvió a gritar furioso:

—¡Prieto! ¿Dónde está el café que te pedí?

Tomó nuevamente el arma en su mano, colocó el codo sobre la mesa y apuntó

directamente a la cabeza del animal. En el preciso instante en que un fuerte

golpe sobre la misma mesa en que se apoyaba le hizo desviar su puntería. El tiro,

extraviado, no tuvo ocasión de causar daño alguno.

—Aquí está el café —dijo Luisa, solícita y temblorosa—. ¿Te lo sirvo?

Juvencio, con un aire de satisfacción en su cara, guardó la pistola en su funda

y comenzó a tomar su café. Una vez que hubo terminado, colocó la taza sobre la

bandeja, y, levantándose, gritó a Belario:

—¡Ensilla el caballo¡ Voy a darle una vuelta al trapiche, a ver, cómo van allá los

muchachos.

Al aparecer Belario jalando el caballo ya ensillado, Juvencio, antes de montarlo,

lo acarició afectuosamente, dándole unas palmaditas en el cuello. De pronto rayó el

caballo y, dirigiéndose a ella, le gritó autoritariamente:

—Regreso a las seis y media. ¡Ten la cena lista a las siete! ¡En punto! —Y

repitiendo con voz estentórea, agregó—: ¡He dicho en punto! Espoleó su caballo

y salió a galope.

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