Resumen acerca de la lectura El prado de los cinco dueños
El prado de los cinco dueños
Pasó
por allí un afamado arquitecto, rico en ideas, aunque pobre en suerte. Había
hecho algunas construcciones, pero no aquella que le hubiera gustado, su gran
obra, la que tenía dentro de su cerebro y soñaba con realizar algún día. Al ver
el entorno, el prado con sus dimensiones precisas y el río acunando el
ambiente, imaginó la edificación que podría hacer, su obra soñada. Construiría
un edificio circular de doble planta, con minaretes y una fuente en medio. Lo rodearía
con árboles gigantes, espejos y cataratas nunca vistas caerían desde lo más
alto, alimentadas por una noria movida por la misma corriente del río. Si
compraba la finca a buen precio, el negocio estaba asegurado. ¡Era la
oportunidad de su vida! Por allí pasó un poeta. Iba refrescando su rostro con
el agua de una cantimplora. Sus ojos se perdían en la superficie plácida del
agua y sus 160 161 alrededores. Durante un largo rato estuvo contemplando el
fluir de la corriente, sólo eso, verla fluir. Ante aquel entorno alfombrado en
el que descansaban las ninfas del río, se sintió transformado a un mundo de
belleza. Se sentó en un murete y se quedó largo rato observando el contraste
entre el prado y una elegante bugambilia que trepaba juguetona por la pared. A
medida que giraba el sol, los destellos de la hierba iban cambiando. Por
momentos era un verdemar ondulante ligeramente rizado; luego, al venir los
rayos de costado, la superficie se tornaba verdiblanca; al oscilar la brisa,
semejaba una nube aleteante de hormigas aladas, una mano peinando las crines de
la pradera. La luz se fue apagando, el tono se fue haciendo oliváceo, más
triste, casi negro. El poeta oía el silencio de sabor a campo en el atardecer
de hierba recalentada. El poeta respiró hondo, fuerte, despacio, como si toda
la visión hubiera sido un regalo. Se marchó canturreando una canción,
mordisqueando una brizna entre los dientes.
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