RESUMEN ACERCA DE LA LECTURA LA CHICA DE ABAJO

 

Resumen acerca de la lectura la chica de abajo

 

Por tres veces salió descalza al patio y miró al cielo. Pero las estrellas nunca se habían retirado, bullían todavía, perennemente en su fiesta lejana, inalcanzable.

Cecilia decía que en las estrellas viven las hadas, que nunca envejecen. Que las estrellas son mundos pequeños del tamaño del cuarto de armarios, poco más o menos, y que tienen la forma de una carroza. Cada hada guía su estrella cogiéndola por las riendas y la hace galopar y galopar por el cielo, que es una inmensa pradera azul. Algunas veces, si se mira a una estrella fijamente, pidiéndole una cosa, la estrella se cae, y es que el hada ha bajado a la tierra a ayudarnos.

Cecilia contaba unas cosas muy bonitas. Unas las soñaba, las otras las inventaba, otras las leía en los libros. Paca y Cecilia eran amigas, se contaban sus cuentos y sus sueños, sus visiones de cada cosa. Lo que les parecía más importante lo apuntaba Cecilia en un cuaderno gordo de tapas de hule, que estaba guardado muy secreto en una caja con chinitos pintados. Para Paca el tiempo corría de otra manera cuando estaban las dos juntas. Ya podían pasarse casi toda la tarde calladas, Cecilia dibujando o haciendo sus deberes, que ella nunca se aburría.

Mamá, si no sube Paca, no puedo estudiar.

No digas bobadas. Te va a distraer.

No, no; lo hago todo mejor cuando está ella conmigo. No me molesta nunca.

Deja que suba, mamá.

La llamaban por la ventana del patio: ¡Paca!  iPaca!... Señora Engracia, que si puede subir Paca un ratito.

La madre se quejaba muchas veces. No quería que Paca subiera tanto a la casa.

—No vayas más que cuando te llamen, ¿has oído? No vengan luego con que si te

metes, con que si no te metes. Me los conozco yo de memoria a estos señoritos.

Nada más que cuando te llamen, ¿entiendes?

Un día la mamá de Cecilia le dijo, por la noche, a su marido:

—La niña me preocupa, Eduardo. Ya va a hacer once años y está en estado

salvaje. Dentro de muy pocos será una señorita, una mujer. Y ya ves, no le divierte

otra cosa que estar todo el día ahí metida con la chica de abajo. Hasta ahora me ha

venido dando igual, pero Cecilia tiene once años, date cuenta. ¿Qué pasará cuando

se ponga de largo

 

y vaya a los bailes?

 

—Bueno, bueno. Que vengan otras niñas a jugar con ella. Las de tu prima, las del

médico que vive en el segundo...

Al principio Cecilia no quería. Sus primas eran tontas y con las niñas del médico

no tenía confianza. Ni unas ni otras entendían nada. No sabía jugar con ellas. Se lo

dijo a su madre llorando.

—Bueno, hija, bueno. Subirá Paca también. No te apures.

Desde que venían las otras niñas. Paca subía más tarde, y eso cuando subía, porque algunas veces no se acordaban de llamarla. Jugaban en el cuarto de atrás, que tenía un sofá verde, un encerado, dos armarios de libros y muchas repisas con muñecos y chucherías. Paca empezó a desear que llegase el buen tiempo para salir a jugar a la calle. En la plazuela tenía más ocasiones de estar con Cecilia, sin tener que subir a su casa, costumbre que consiste en festejar la entrada de una joven a la sociedad.

 

 Los juegos de la calle eran más libres, más alegres. Se podían escapar de las otras niñas. Se cogían de la mano y se iban a esconder juntas. Paca sabía un sitio muy bueno, que nunca se lo acertaban: era en el portalillo del zapatero. Se escondían detrás de la silla de Adolfo, el aprendiz, que era conocido de Paca, y él mismo las tapaba y miraba por la puerta y les iba diciendo cuándo podían salir sin que las vieran y cuándo ya habían cogido a alguna niña. Así no las encontraban nunca y les daba mucho tiempo para hablar. Aquella noche, mirando las estrellas, donde viven las hadas que nunca envejecen, Paca se acordaba de Cecilia y lloraba. Se había ido a otra casa, a otra ciudad. Y ella, ¿qué iba a hacer ahora? Mirando las estrellas, Paca sentía una enorme desazón. ¿Qué podía pedirles a las hadas? Eran cosas tan confusas las que deseaba. Su madre la despertó y dijo: —Paca, me voy, ¿has oído? Levántate para cuando vengan los de la mudanza. Les das la llave, ¿eh? La dejo en el clavo de siempre. Paca se había levantado llena de frío, con un dolor muy fuerte en el pescuezo de la mala postura y un nudo correoso en la garganta. Esta cosa estaba sintiendo cuando oyó la bocina del camión que venía. Los hombres eran cinco. Habían puesto una grúa en el balcón donde estaba el saloncito de recibir, y por allí bajaban las cosas de más peso. Otras, más menudas o más frágiles, las bajaban a mano. Mientras uno hacía una cosa, el otro hacía otra. Casi no daba tiempo a verlo todo. Paca no se atrevía ni a moverse.

 

Una mañana vino el cartero a mediodía, y trajo una tarjeta. Paca, que cogió.

El correo como todos los días, le dio la vuelta y vio que era de Cecilia para las niñas del segundo. Se sentó en el primer peldaño de la escalera y leyó lo que decía su amiga. Ahora iba a un colegio precioso, se había cortado las trenzas, estaba aprendiendo a patinar y a montar a caballo; tenía que contarles muchas cosas y esperaba verlas en el verano. Luego, en letra muy menudita, cruzadas en un ángulo, porque ya no había sitio, venían estas palabras: “Recuerdos a Paca la de abajo”.

Paca sintió todo su cuerpo sacudido por un violento trallazo. A la puerta de los ojos se le subieron bruscamente unas lágrimas espesas y ardientes, que parecían de lava o plomo derretido, y las lloró de un tirón, como si vomitara. Luego se seca manotazos y levantó una mirada brava, limpia y rebelde. Todo había pasado en menos de dos minutos. Entró en portería, abrió el armario, buscó una caja delata, la abrió y saco del fondo un retrato de Cecilia y unas hojas escritas por ella, arrancadas de aquel cuaderno gordo de tapas de hule. Lo rompió todo junto en pedazos pequeños, luego en otros pequeñísimos y cada uno de aquéllos en otros más pequeños todavía. Luego los tiró a un bote que estaba lleno de cáscaras de papa. Se sintió firme y despierta, como si pisara terreno suyo por primera vez, como si hubiera mudado de piel, y le brillaban los ojos con desafío. Paca la de abajo, la hija de la portera. ¿Y qué? ¿Pasaba algo con eso? Vivía abajo, pero no estaba debajo de nadie. Tenía sus apellidos, se llamaba Francisca Fernández Barbero, tenía su madre y su casa, con un rayo de sol por las mañanas; tenía su oficio y su vida; suyos, no prestados, no regalados por otro. Salió del portal con la tarjeta y echó por la escalera arriba. En el primer rellano se encontró con Adolfo, el chico del zapatero, que bajaba con unas botas en la

mano.

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