Resumen acerca de la lectura miss lunatic y el comisario o'connor

 

Resumen acerca de la lectura miss lunatic y el comisario o'connor

 

en la palma de la mano, siempre llevaba en la faltriquera frasquitos con ungüentos que servían para aliviar dolores diversos, y merodeaba indefectiblemente por los lugares donde estaban a punto reproducirse incendios, suicidios, derrumbamientos de paredes, accidentes de coche o peleas. Lo cual quiere decir que se recorría Manhattan a unas velocidades impropias de su edad. Incluso, había quienes aseguraban haberla visto la misma noche a la misma hora circulando por barrios tan distantes como el Bronx o el Villaje, y metida en el escenario de dos conflictos diferentes, como alguna vez quedó acreditado en fotos de prensa. Y entonces no cabía duda. Porque si salía retratada, aunque fuera en segundo término y con la imagen desenfocada, su peculiar aspecto hacía imposible que nadie pudiera confundirla con otra mendiga cualquiera. Que la insultaron muchas veces por meterse donde nadie la había llamado, y llegaron a echarla a patadas de un local de Harlem, por defender a un negro al que estaban atacando otros cuatro, mucho más robustos.

 

Si le preguntaban dónde vivía, contestaba que, de día dentro de la estatua de la Libertad, en estado de letargo, y de noche, pues por allí, en el barrio donde estuviera cuando se lo estaban preguntando. Haciendo compañía a los solitarios como ella, a todos los que pululan por los garitos de mala vida y duermen en bancos públicos, casas en ruinas y pasos subterráneos. Confesaba tener ciento setenta y cinco años, y caso de no ser verdad, habría que admirarla cuando menos por su conocimiento de la Historia Universal a partir de la muerte de Napoleón, y por la familiaridad con que hablaba de artistas y políticos del siglo XIX, con alguno de los cuales aseguraba haber tenido trato estrecho. Había gente que se reía de ella, pero en generales le tenía respeto, no sólo porque no hacía daño a nadie, era discreta y se explicaba con gran propiedad —siempre con un leve acento francés—, sino porque, a pesar de sus ropas de mendiga, conservaba en la forma de moverse y de caminar con la cabeza erguida un aire de altivez e independencia que cerraba el paso tanto al menosprecio como a la compasión. Siempre se responsabilizaba de sus actos y no parecía verse metida más que en aquello en lo que quería meterse.

 

El comisario O’Connor asintió. Pero cuando la vio levantarse, agarrar

su cochecito y dirigirse a la puerta, tuvo una sensación muy triste, como de

miedo a estarse despidiendo de ella para siempre. Y la volvió a llamar. Ella se

detuvo, interrogante.

—Miss Lunatic —dijo—. Es usted maravillosa.

—Gracias, señor. Eso mismo me decía siempre mi hijo, que en paz

descanse. Un gran artista, por cierto, aunque la memoria voluble de las

gentes haya sepultado su nombre... ¿Quería usted decirme algo más?

—Sí. Que no me gustaría que pasara usted hambre ni frío.

—No se preocupe. No los paso.

—Me parece increíble, perdone que se lo diga. ¿Y cómo hace? ¿Cómo se

las arregla para salir adelante?

Miss Lunatic se detuvo en el centro de la habitación.

 

 

—Se levantó el ala del sombrero con gesto solemne y miró al

señor O’Connor. Sus ojos negros, brillando en el rostro pálido y

plagado de surcos, parecían carbones encendidos. Y en ella, en

medio de aquella estancia de paredes desnudas, una figura de cera.

—Echándole fuerza de voluntad, señor.

El comisario O’Connor se levantó para abrirle la puerta y le

estrecho la mano efusivamente.

—Esperó que volvamos a vernos —dijo—. La vida es larga, miss

Lunatic. Y da muchas vueltas.

—Ya lo creo. Dígamelo usted a mí —contestó ella sonriendo.

—Pues nada, mujer, salud. Y abríguese, que se está poniendo el

tiempo como para nevar.

—Es lo suyo. Estamos en diciembre.

Al salir, hacía un viento frío, que alborotó la larga melena

blanca de miss Lunatic.

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